domingo, 8 de abril de 2012

MM

Ellos siempre estuvieron. Nunca les pedí que dedicaran su tiempo y su cariño a mí, pero de todas formas, lo hicieron.
Cuando yo era un mar de felicidad, disfrutábamos los días juntos, todos ellos con entusiasmo y en el momento que mi vida de entonces se me desmoronó y cuando no creía que saliese de ese agujero ellos no hicieron más que mimarme.
Me despertaba cada mañana en un mar de lágrimas. Ellos con paciencia, me secaban cada una de ellas y me abrazaban para otorgarme un mejor despertar. Nunca me juzgaron ni hicieron juicios de valor de la situación, pero siempre estuvieron preocupados por mí. Se lo notaba en sus miradas y caricias delicadas.
Consiguieron que cada mañana, pese a no tener ningún compromiso, me levantara temprano y aprovechase mis días.
Todos los días me arrastraban a la calle, a que me diera el aire fresco, a que despejara mis ideas y poco a poco restableciera mi vida.
Mis otros amigos y familiares también estuvieron, también me apoyaron, pero no consiguieron que transcurridas las semanas, los meses, el momento que más ansiase en el día fuese el de salir con ellos un rato, el no hablar, el no decir cómo me sentía a cada momento. No hacía falta, ellos me vieron quebrarme de un instante a otro y mientras transcurrió la rotura ya se posicionaron rápidamente a mi alrededor.
Nunca se lo agradeceré lo suficiente y, ahora que por fin veo lejanos aquellos días, semanas y meses, no quería dejar pasar la oportunidad de afirmar, que verdaderamente, ellos son un tesoro, un regalo y que les debo, al menos parte, de mi estabilidad emocional.

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